La conversión 17/05/09 Primer culto de Celebración


"LA CONVERSIÓN"

Intr.- ¿Por qué nos resulta difícil amar a Dios a pesar de saber lo que hizo por nosotros?

En el capítulo 3 de San Juan encontramos la historia de un hombre que no conseguía amar a Dios a pesar de tener abundante conocimiento de Él.

Este hombre cumplía, aparentemente, todas las normas, se esforzaba cada día por ser un buen miembro de iglesia, y hasta tenía un cargo en la dirección de la misma, pero no era feliz. Experimentaba una sensación de vacío interior, había algo que faltaba. Lo peor de todo era que ni él mismo sabía definir qué era.
Es posible que Nicodemo acostumbrara a quedar despierto hasta altas horas de la noche, sin poder dormir. Acostado en la cama, muchas veces tal vez se habrá preguntado: "Dios mío, ¿qué es lo que me está pasando? Devuelvo mis diezmos, guardo el día de reposo, hago trabajo misionero, soy maestro en la iglesia, pero siento que alguna cosa no está bien dentro de mí, tengo la impresión de que nada valen todos mis esfuerzos. ¿Qué es lo que está sucediendo conmigo?"

Y tal vez fue una de aquellas noches cuando se levantó y buscó a Jesús. Sabía dónde encontrarlo. Estudiaba las profecías y todo señalaba que Cristo era el Mesías que había de venir. Su problema no era falta de conocimiento. La tragedia de Nicodemo consistía en el hecho de que nunca había tenido un encuentro personal con Cristo.

Amparado por las sombras de la noche, se dirigió al lugar donde Jesús estaba. En el fondo, tenía vergüenza de que otros lo vieran procurando ayuda. Después de todo, era un dirigente de la iglesia. Los hombres suponen que los líderes deben ayudar y no pedir ayuda.

Era un drama aquel hombre. Lleno de teorías, lleno de doctrinas, lleno de profecías, sintiéndose solo, precisando ayuda, angustiado y, sin embargo, impedido, sin decidirse a buscarla por orgullo. Él tenía que decir "¡Señor, estoy perdido! ¿Qué debo hacer para tener la vida eterna?" Pero no lo hacía.

Cuando Nicodemo llegó con Jesús, sus miradas se encontraron. Era el encuentros de la paz y la desesperanza, de la calma y la angustia, de la plenitud y el vacío, de la certeza y la incertidumbre. Los ojos de Cristo, que irradiaban amor, paz y perdón, penetraron su corazón. Nicodemo trató de abrir el corazón, contar sus tristezas, hablar de sus fracasos, de la confusión que lo inquietaba, pero... su orgullo pudo más.


--Rabí --dijo--, sabemos que eres un Maestro venido de Dios, porque nadie puede hacer estas señales que haces si Dios no estuviere con él.

Jesús miró a Nicodemo y vio a través de sus ojos una persona angustiada. No eran profecías lo que estaba necesitando, ni teología, ni doctrinas. A veces nosotros los humanos vivimos preocupados en buscar conocimientos teológicos, cuando en realidad nuestra necesidad es otra.

Jesús dice a Nicodemo que vive angustiado y triste porque su cabeza sólo está llena de doctrinas, de leyes, de normas y reglamentos. Que se siente frustrado porque siempre ha intentado hacer las cosas de la manera correcta y nunca lo ha conseguido.

La historia de Nicodemo queda sin conclusión en el capítulo 3 de San Juan porque aquella noche no aceptó la invitación de Cristo. Era demasiado duro reconocer que él, Nicodemo, el teólogo y líder, el buen miembro de iglesia, no estuviera convertido. Se retiró triste y frustrado como había venido.

El problema de Nicodemo podría ser también nuestro. Corremos tal vez hoy el riesgo de pensar que, porque estamos en la iglesia, bautizados, estamos convertidos. Pero no siempre es así.

No podemos confundir conversión con convicción. Las palabras son parecidas, pero tienen significados completamente diferentes. La primera tiene que ver con el corazón y la vida, la segunda se limita tan sólo a lo que se almacena en la mente.

Sucede con frecuencia que estamos convencidos de la doctrina, pero estar convencido no significa estar convertido.

Y ahí comienza toda la confusión. Pasamos por la vida como Nicodemo, llenos de teorías y de doctrinas, sabiendo muchas veces todo eso desde la niñez, porque nacimos en un hogar cristiano, pero vivimos con esa permanente sensación de vacío, de impotencia, de fracaso. Queremos amar a Dios y no lo conseguimos. ¿Por qué? Porque falta la conversión.

Por eso la Biblia dice: "¿Mudará el etíope su piel, y el leopardo sus manchas? Así también, ¿podréis vosotros hacer bien, estando habituados a hacer mal?" "Engañoso es el corazón más que todas las cosas, perverso, ¿quién lo conocerá?" "Porque del corazón salen los malos pensamientos, los homicidios, los adulterios, las fornicaciones, los hurtos, los falsos testimonios, las blasfemias."

Por eso dijo Cristo a Nicodemo: "El que no naciere de nuevo, no puede ver el reino de Dios."

Dios promete transformar a todo aquel que quiera. Él dijo: "Esparciré sobre vosotros agua limpia, y seréis limpiados de todas vuestra injusticias; y de todos vuestros ídolos os limpiaré. Os daré corazón nuevo, y pondré mi espíritu dentro de vosotros."

Dios promete darnos una nueva naturaleza, la naturaleza de Cristo, que se complace en amar a Jesús y se deleita en la obediencia. Eso es la conversión.

En cierto modo, la conversión es un milagro que Dios opera en nosotros. Por nosotros mismos somos incapaces de vivir una vida santa y quien no lo entiende así, lucha en vano para obtenerla.

En su desesperación claman como el apóstol San Pablo: "¡Miserable hombre de mí! ¿Quién me librará de este cuerpo de muerte?" Nadie. Solo el Señor. Él es la mano que alza la carga.

La bendición viene cuando por la fe el ser se entrega a Dios. Entonces ese poder que ningún ojo humano puede ver, crea una nueva criatura a la imagen de Dios."

Un nuevo ser, ¿lo comprende? Un ser capaz de amar, un ser que quiere obedecer, un ser que se deleita en hacer la voluntad de Dios. Nadie lo ve; sin embargo, el milagro sucede porque la promesa no es humana, sino divina.

Hay una cosa que debemos entender antes de continuar. No todas las conversiones son iguales.

Algunas suceden en un instante, un hombre puede ser transformado en dos segundos, pero otras veces ese proceso es gradual y lleva su tiempo. Algunas conversiones están acompañadas por una gran emoción. Otras, no. Todas son igualmente válidas.

Algunos cristianos pueden recordar el momento exacto de su conversión, otros no pueden hacerlo. Lo que realmente importa es que el cambio de naturaleza suceda.

La conversión es un milagro que necesitamos experimentar todos.

¿Cómo hace Dios la transformación? No lo sé. Pero sé que es capaz de producir el cambio. A lo largo de mi ministerio he visto muchas vidas transformadas. Malvivientes, delincuentes, jóvenes drogadictos, borrachos, hombres y mujeres que parecían no tener ya más esperanza de recuperación. Y Dios lo hizo. Y si Dios fue capaz de transformar a todos ellos, ¿no podrá transformar también nuestro ser?

Tal vez usted diga: "Yo no soy como esos hombres." Yo ya lo sé. Pero Nicodemo tampoco era como ellos y, sin embargo, Cristo le dijo: "Tienes que nacer de nuevo, necesitas que yo cambie tu vida, precisas de una nueva naturaleza."

Nicodemo pensó que, porque conocía las doctrinas ya había sido convertido, y encontró que aquella declaración de Cristo era una ofensa para él y se fue.

Durante tres años continuó viviendo en medio de la iglesia, llevando siempre el sentimiento de que algo no andaba bien dentro de él. Continuó asistiendo a los cultos, desempeñando sus responsabilidades como dirigente, pero vacío y triste por dentro.

Hasta que un día los judíos prendieron a Jesús y los llevaron a la cima de la montaña del Calvario. Allí su cuerpo fue levantado. Abajo, entre la multitud, estaba Nicodemo, quizá recordando la noche de hacía tres años, cuando Jesús le dijo: "Así como Moisés levantó la serpiente en el desierto, así es necesario que el Hijo del hombre sea levantado, para que todo aquel que en él cree, no se pierda, mas tenga vida eterna." (S. Juan 3:14,15).

Creo que Nicodemo no pudo resistir más. Y yo creo que Nicodemo se acercó a la cruz de Jesús y clamó: "Por favor, Jesús, no te vayas. No sin antes transformar mi ser. Dame la nueva naturaleza de que me hablaste aquella noche."

El clamor de Nicodemo fue escuchado. Cristo transformó su ser. Y aquel hombre miedoso, que un día buscó a Jesús amparado en las sombras de la noche, no tuvo miedo de confesar públicamente a Cristo como su Salvador. Y junto con José de Arimatea reclamó el cuerpo de Cristo para darle sepultura.

El milagro de la conversión puede suceder con usted y conmigo y con cualquiera que quiera aceptarlo. Tan sólo es necesario correr a la cruz de Cristo y reconocer tres hechos.

El primero: "Yo soy pecador." Tenemos que correr a Cristo, y clamar: "Señor, ayúdame, soy pecador. Soy el único responsable, no tengo explicación, solamente quiero ser perdonado."

El segundo es un hecho doloroso: "Yo no puedo." De nada vale querer ser bueno por nuestros propios esfuerzos. La humanidad está enloqueciendo porque habla de "autodisciplina," de "energía interna," de "fuerza mental." La humanidad se olvidó de contemplar a Cristo y está mirando dentro de sí, en busca de soluciones, y sólo encuentra fracaso y frustración. Miremos a Cristo y digamos: ¡Oh, Señor, ya intenté todo y no conseguí nada! Llevo dentro de mí una extraña naturaleza que me conduce al pecado. Por favor, ayúdame, porque yo no puedo."

El tercero es el hecho más extraordinario. "¡Dios puede!". Miremos al Señor y digamos: "Dios mío, por favor, cambia el rumbo de mi vida, dame una nueva naturaleza."

La Palabra de Dios dice que el milagro puede suceder. Puede ser ahora, en este momento. Dios quiere hacer un milagro con usted: El milagro de la conversión. Dígale hoy al Señor: "Señor, acepto el milagro." Convierte mi corazón.

Manuel Cabezud González
Pastor de la 2da. Iglesia de Tepic
Mayo 17 de 2009